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El invisible
… Oramas, pese a su poderío como pintor, es un artista relativamente desconocido. ¿Cómo es posible que alguien que Alejandro Obregón calificó como “el mejor colorista colombiano” esté en la marginalidad de las tendencias dominantes del arte? Empecemos, entonces, por México.
El maestro huyó de Colombia con el fin de instalarse en México y aprender, de los mejores muralistas, las técnicas del arte popular. Quería despegarse de las galerías y el arte elitista para volcar todo su aprendizaje en el adorno de las calles.
Como se fue del país sin un plan presupuestal ni temporal muy definido –errático, podría decirse, como es su misma vida- terminó primero en Guatemala, conociendo el gobierno pluralista de Jacobo Arbentz y, de paso, a Ernesto Guevara de la Serna, entonces un muchacho, a quien la historia le daría el mote de El Ché.
— “Era un argentino que andaba por ahí jodiendo, buscando qué hacer. Allá en Guatemala se entrenaron a los combatientes para la invasión a Cuba. Yo estuve a punto de ir pero estaba enamorado de una vieja, entonces me dio culillo. Yo soy un huevón, le tengo miedo a las armas. Y estando en el Ejército, que fue una experiencia inmunda, me di cuenta de que mi odio por las milicias era muy grande. No tengo nada de guerrillero”, dice, mirando al interior de su taller, en donde se reduce toda su vida.
Al caer Arbentz en Guatemala, Oramas llega por fin a México, se hace militante del Partido Comunista, y conoce al que inspiró todo el periplo: el muralista David Siqueiros, de quien aprende la filosofía del arte público.
Siqueiros logra, a través de su esposa Angélica Arenal, cercana al gobierno mexicano, promover una ley estatal para destinar un porcentaje de los edificios públicos a la pintura de murales. México se convirtió por ese entonces en una obra de arte. En una exposición multitudinaria. En una inspiración.
Oramas no sólo aprendió sobre la expansión del arte en las calles, sino que perfeccionó sus técnicas: la laca, la brocha de aire, la espátula, el uso de pinturas industriales y la conformación de los colores. El esplendor mexicano estaba a la orden del día, con sus borracheras y fiestas desmesuradas, con sus mariachis y tequilas bien cargados, con el arte como único medio de subsistencia y rasero de la perfección.
—“El arte da la medida de la grandeza de un país”, dice el maestro, compungido, al pensar lo pequeño que es el movimiento de su país.
No todo fue color de rosa.
Por estar metido de manera fervorosa en la política, fue devuelto a Colombia. Pese a ser un innovador, Oramas llega a su país natal con las puertas cerradas.
— “Hay un antes y un después de Marta Traba – confiesa —, ella se aprovechó del vacío intelectual que había en Colombia. En la crítica de arte hizo y deshizo. Se atrevió a decir: ‘Oramas es un caso específico de cómo no se debe pintar’. Porque yo venía con los realismos socialistas y a ella le interesaban otras cosas. Ella promovió a Botero, sí, pero nos jodió a muchos cuando el movimiento pictórico andaba muy mal”… (Andrés Páramo Izquierdo, El Espectador, 20 Sep. 2012, online).